Santiago Freire
Moaña, 1972.
Por su tercer cumpleaños lo llevaron a un sitio llamado escuela y en la cartera el cuaderno de Palau. Tardó en aprender a leer. Eso no lo quiere recordar. Pero sí recuerda ser un fan incondicional de Fofó, el de los payasos de la tele. Se pasó horas con la nariz pegada a la pantalla, hasta que su madre se alarmó cuando se golpe… la frente contra una puerta. Era miope. Ya con gafas, le hicieron cambiar a Fofó por Mark Twain. A partir de ahí decidió que su vida sería tan ingeniosa, tan divertida y tan disparatada como la de Huckleberry Finn. Claro, fracasó. ¡Cómo pretender ser un traste si llevaba colgadas de la punta de la nariz unas considerables lupas de aumento! Leyó cómics por identificarse con algún superhéroe. Sí, Superman las llevaba, pero se las quitaba para defender la Tierra de las invasiones extraterrestres. No le servía. Él, en cuanto se quitaba las gafas, iba a ciegas. Así que descubrió a “Rompetechos”, y decidió que sería igual que él, en un andar ensimismado, como si nada fuese ya con él y la vida un peligro constante con el que partirse. No le va nada, nada mal.
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